lunes, 25 de enero de 2010

Dos "joyas" del  Café Literario realizado en la ciudad de Rioja

Visión de Yurimaguas

Luis Salazar Orsi


Cuando se camina a mediados de julio por las orillas del Huallaga en Yurimaguas, y aún no son las seis de la mañana, hay una neblina tan densa en todo el entorno que no se puede ver nada a más de dos metros si se mira hacia el río. Sin embargo, podemos adivinar la luz del sol, pues por la banda empieza a distinguirse una tenue claridad. Hacia nuestras espaldas vemos la luna, nítida, en un inicio de su cuarto menguante, grande ahora ella misma, pero mucho más pequeña que anoche, cuando arribamos a esta ciudad por carretera, a eso de las nueve, en que la vista del satélite era sobrecogedor, pues se veía tan grande como una bandeja de aluminio, de un color marfil medio sucio, y con uno de los bordes bien mikuyado.

Aquel amanecer de estirpe tropical los dos astros marcaban los respectivos puntos cardinales y la famosa iglesia se veía empequeñecida, no sé si por la neblina, por la cubierta azul agrisada con que la habían pintado o por el momento que respirábamos aquella mañana.

Pocos metros antes de llegar a la plaza habíamos encontrado el mercado recién acomodándose, con su montonera de motocarros aún dormidos y sin dar muestras de existir, pero listos para la ruidosa jornada y alineados perezosamente en ambas veredas de la calle principal, la avenida Atanasio Jáuregui.

Aquella tranquilidad nos dio espacio suficiente para acordarnos, mientras nos dirigíamos a la plaza de armas, de la “vacaloca” y el “toroloco”, y de la gente de todo el pueblo que suele acompañarlos en exótica y multitudinaria comparsa durante las fiestas patronales, por las noches. Pero en aquel momento la plaza estaba casi desierta y cubierta en su totalidad por la neblina. Entonces distinguimos…

Pero permítanme los lectores cortar por un momento el discurso escrito, pues mi hermana Rosario, una soberbia morena que vive feliz en Yurimaguas, me interrumpe y empieza a contarme la última e increíble aventura de la célebre vacaloca yurimagüina.

Resulta que la última vacaloca que había hasta hace poco en Yurimaguas era de la municipalidad y todos los pueblos ribereños iban a mesa de partes y la pedían prestada para celebrar sus fiestas patronales. El alcalde la cedía de buen grado a todos los solicitantes y la vaca se paseaba por toda la provincia como si nada, alegrando a los más grandes y dando pánico a los más pequeños. En una de ésas, la vaca iba muy campante en un peque-peque hacia uno de los caseríos ribereños más modestos, cuando la embarcación, por un accidente fortuito, se volteó sin más, y la vaca, construida con sólido armazón de fierros, se fue igual de exitosa al fondo del Huallaga, donde se extiende el país de los yacurunas... Aquel pueblo ribereño no tuvo cómo devolver la pérdida y este año, que se acercan rápidamente las fiestas patronales de Yurimaguas, la municipalidad ha mandado construir otra vacaloca para poder celebrar como se debe, pues sin vacaloca, sin toroloco y sin beshecofeliz no hay fiesta que valga…

Finalmente, las buenas lenguas lugareñas han llegado a la conclusión de que los yacurunas de esta parte del Huallaga viven ñatos de risa: ¡Ya tienen su vacaloca para los próximos cien años!

…Pero si continuamos caminando por la calle que bordea el gran río y que lleva por nombre Bolívar, nos daremos de lleno con el puerto, el cual —después de darle un solo vistazo— nos canciona una y otra vez en los oídos aquella frase de toda la vida, como ahora es el caso: “El río está crecido…”

Y vemos allí que las embarcaciones están distribuidas ya desde antes de hoy —y quizá por toda la temporada— por categorías: las lanchas y chatas, más acá; los ágiles deslizadores, más allá y, al final del tramo, los peque-peques.

Son justamente estos últimos los que me brindaron hoy una moción concreta, alusiva a la muerte, nítida, incontestable, impajaritable: para mí, que soy un habitante desde siempre de las selvas omaguas más impresionantes del mundo: la mía: mis puertos, mis lanchas, mis renacos, mis peque-peques, mis ceticos, mis remos, mis tanganas…

En el silencio sobrecogedor de esta alborada —ya lo dije, donde hasta los motocarros dormían— de repente reventó en el éter el motor macizo de un peque-peque que se despegaba de la orilla y partía. El singular sonido, tenue en su inicio, se fue haciendo más fuerte al hábil y oportuno accionar del motorista. En la alargada y ligera embarcación de contornos ágiles y delgados solo había tres pasajeros: dos adultos y un niño o niña. Uno de los adultos agarró una tangana y empezó a accionarla metiendo el extremo dentro de las aguas, como para ayudar a dar la vuelta la nave y poder tener la proa enrumbada hacia el infinito. Al parecer, como el tanganero no dio con el lecho, solo se contentó con meter la punta dentro del agua y hacer movimientos muy leves, como si la caña fuera un remo, para ayudar.

Entonces el motor, que ya ha inyectado a todos los presentes con un poco de su notable presencia sonora, poco a poco va haciendo girar la embarcación en la dirección necesaria. De inmediato, ésta enrumba hacia más allá —al parecer, la única dirección posible, hoy y para siempre—: universo que, como dijimos, se encontraba todo de blanco, con la espesísima neblina que lo cubría todo. De repente, al ir alejándose la embarcación, el sonido empezó a disminuir, y el peque-peque, al adentrarse en la bruma, se alejó rápidamente, como en un conjuro, como algo irremediable, como lo más natural. ¡Se va la nave hacia la nada!

Yo la miro desde la orilla. Y se me antoja —el sencillo y rutinario acto que acabo de presenciar— un remedo de mi propia vida. Ya me voy yo también, ya me estoy yendo hacia la nada. Y así como el peque-peque se adentra en lo blanco del mundo, en aquella Vía Láctea tropical: sin orillas, sin ríos, sin horizontes, sin aguas —sencillamente en medio de un universo completamente blanco y brumoso—, así mi vida se va, se va, se va lenta e irremediablemente hacia la nada… ¡Qué tal lección la del agudo y ruidoso peque-peque!

Y si para Tolstoy la sensación de la muerte se materializara en un oscuro túnel de caída en espiral, y para Vasconcelos Pinagué en una marcha nupcial tomando del brazo a una lagartija, para mí sería ya aquel alargado peque-peque que, con su danza cantarina, se perdiera una mañana de julio en la espesura lechosa de la niebla fluvial del Huallaga.

Poco más tarde —cuando ya los motocarros rabiaban en todo el espacio sonoro apreciable de Yurimaguas, y en medio de la algarabía que se arma todas las mañanas en aquel mercado griego bien amazónico— vimos volar alrededor de nuestras cabezas, nuestros cuerpos y nuestros pies un polvillo blanco finísimo que, según un vendedor locuaz de chucherías, era la materialización volátil del adiós que cada día nos da la neblina.

…Y la fariña tostadita, las toneladas de pescado, la yuca sin mácula, los rollos de tamshi y la nítida jerga yurimagüina combinaron muy bien con los dos vasos de dulce jugo de toronja que me alimentaron y, por el momento, me calmaron la diáfana sed de existir.

Texto inédito leído por el autor el 29 de diciembre de 2009 en el Museo Toé de Rioja, con motivo de celebrarse el Café literario 2009 organizado por el INC-San Martín, la Dirección regional de Turismo y comercio exterior y el Proyecto cultural de San Martín.




Érase una vez un árbol

Carlos Tafur Ruiz

Éste era un árbol que había sentado sus raíces en las afueras de Yuracyacu, en una de las orillas del camino (de herradura, en ese entonces) hacia Rioja, y era uno de los que más admiré en mi pueblo.

De nombre quechua, como lo tienen otros árboles en la selva peruana, era éste un ejemplar de tamyagkaspi, nombre compuesto de los vocablos tamya (lluvia) y kaspi (palo, árbol o madera, según el caso), cuyo significado puede ser ‘árbol que llueve’ o ‘árbol de lluvia’. Fue el único espécimen que conocí, no obstante que acompañando a mi padre recorría los otrora extensos bosques yuracyaquinos, en los que había un sinnúmero de especies arbóreas, de las cuales, como si se hubieran puesto de acuerdo, tenían su hábitat sectorizado los wikungos, los ungurawis, los aguajes, las rupiñas, los llawsakiros, las polopontas, entre otras.

De mediana altura y familiar cercano de la topa y el atadijo, este tamyakaspi tenía una peculiaridad que lo distinguía de los otros árboles y que era objeto de mi repetida admiración. En la época de estío, mientras otras especies se resentían y la tierra mostraba sequedad, las hojas de este árbol se mantenían lozanas y exudando agua, produciendo un goteo permanente, de tal manera que a sus pies el suelo se mantenía siempre húmedo.

Pero lo más admirable era que en la temporada de lluvias ese goteo incesante desaparecía como si el árbol supiera que en ese tiempo la tierra no necesitaba de su humectador apoyo.

Mis años de niñez, adolescencia y parte de mi juventud fueron testigos de este derroche de la naturaleza.

Por esas cosas de la vida, me alejé de mi pueblo por algunos años y cuando regresé, mi tamyakaspi admirado ya no estaba: al igual que otras especies arbóreas había sido borrado de la faz de la tierra yuracyaquina, so pretexto de progreso.

Desde entonces, y en un afán de reencuentro, sigo buscando otro tamyakaspi, sin lograr satisfacer mi deseo hasta hoy.

Texto inédito leído por el autor el 29 de diciembre de 2009 en el Museo Toé de Rioja, con motivo de celebrarse el Café literario 2009 organizado por el INC-San Martín, la Dirección regional de Turismo y comercio exterior y el Proyecto cultural de San Martín.



@ Fotografías Freddy Guillén.

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