jueves, 15 de julio de 2010

Cuca

Eleazar Huansi Pino

Te voy a contar, Rosita, de la Cuca, una perrita blanca y juguetona a la que he visto desde que la llevaron criita a la casa de un vecino llamado Alberto.

Rosita se acerca un poco hacia mi. Su hermosa y larga cabellera huele a flor de granadilla. Cada vez que estoy con ella, sentado bajo "nuestro" acostumbrado árbol de pomarrosa, siento una feliz y maravillosa tranquilidad. Y ella con su dulce voz maravillosa cantarina me dice:

—Cuéntame, Jorge, voy a cerrar los ojos para oírte calladita.

Ella cierra los ojos. Y yo puedo admirarla. Es tan linda como una selva que amanece. No me atrevo a tocarle sus encendidos labios. Hablándole tan de cerca comienzo mi relato.

—La perrita de la que te hablo, Rosita, había crecido y entrado en época de celo. Don Alberto, que era conocido por su mal carácter y su desfachatez personal, cuando notaba la presencia de perros, salía a su patio como un demente y los espantaba. A veces lo hacia tirando pedazos de palos o terrones de greda que encontraba.

De ese modo a la Cuca le vinieron varios años encima sin poder empreñarse. Hasta que una mañana, el viejo Alberto, como lo llamábamos los muchachos, se puso a tomar aguardiente con un vecino, olvidándose por completo de la Cuca que estaba en celo. Entonces ella pudo salir de la casa y darse una fiesta con el lobo, un joven pardinegro de regular tamaño. Así la Cuca, de vieja ya, parió cuatro cachorritos.

Doña Esther, la mujer de don Alberto, al tercer día del alumbramiento, aprovechando un descuido de la perra, muy temprano hizo desaparecer a las tiernas crías. Se las llevo a regalar a las chozas más lejanas del pueblo.

Don Alberto le había dicho que si no los hacia desaparecer inmediatamente, al día siguiente haría un guisado de perros. La mujer, sabiendo que su marido era capaz de esto, con el dolor de su corazón fue a regalarlos. Dicen que la pobre Cuca buscó como una idiota todo el día, yendo y viniendo y asomándose a los caminos, metiéndose en los bosques, lloriqueando delante de la gente, correteando como loca por las faldas de los barrancos, aullando tristemente desde alguna loma del puerto. De improviso la Cuca dejo de aullar. Frunció las ventanillas de la nariz y las hizo latir con creciente alborozo. Enseguida se dirigió a la orilla y como llamada con mano invisible se metió en la oscura profundidad del agua.

Por la creciente, un caño muy ancho dividía en dos al pueblo de Lupuna. Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche, y en cada viaje se traía un perrito en la boca. Y al día siguiente, cuando don Alberto abrió su puerta, estaba la Cuca mirándole dulcemente, con todos los perritos a su lado. Don Alberto se inclino y no sé con que gesto cordial en sus ojos húmedos alargó sus fibrosas extremidades, y, después de pasar delicadamente sus ásperas manos sobre el lomo de los perritos que aún temblaban de frió, los llevó adentro.

Así terminó mi relato. Rosita abre los ojos, sonríe, me mira. Y mientras ella revela una cariñosa sonrisa en sus labios encendidos, yo acaricio su olorosa y blonda cabellera que huele a flor de granadilla.

Publicado por Arturo Rios
Blogger Literatura Amazónica
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