martes, 31 de agosto de 2010

DE NUEVO EN SAPOSOA
Luis Salazar Orsi

He venido de nuevo a Saposoa, para quedarme, después de un buen tiempo. Ahora se trata de una visita muy especial. Esta vez me siento como vine al mundo: solo, completamente desnudo (o casi), porque vine para celebrar el centenario de Pancho Izquierdo, pues ahora me tocó visitar a alguien que tantísimas veces fue a ver a la gente que quería o admiraba. Esta visita es asunto personal o particular, pues yo no lo conocí en vida. Además, el encuentro se da en la propia tierra natal del escritor. Privilegio de pocos…

I
Saposoa actualmente es un lugar donde aún se puede escuchar palpitar el corazón de la vieja Amazonía; aquí se respira todavía aquel inconfundible olor de antaño, de jazmines, poncianos, cashos, mangos y cucardas. Por los espacios blancos y aireados de Saposoa se siente el paso de los antiguos, se escucha el parloteo de nuestros abuelos, sutilmente sumergidos en el éter. “Aquí se ha detenido el tiempo”, dirán algunos. Es cierto.
Por ejemplo, hoy (viernes 27) por la tarde empezó a oscurecer, y, como por magia, no se prendieron las luces artificiales en ninguna parte de la ciudad. Entonces pudimos observar sin estorbos el enorme disco lunar de color gris anaranjado, las nítidas estrellas, el silencio, y las alcuzas y lámparas de las casas que derramaban sus franjas amarillentas hacia las calles; escuchar la terca grillalada que se afanaba con sus coros… y ver las luciérnagas que volaban por media calle, a la altura de nuestras cabezas!
En Saposoa son casi las 7 de la noche y no hay fluido eléctrico. Es hermoso ver, de tiempos, este fabuloso caer de la noche, tan sonorizado y misterioso. Otro privilegio, de los mayores. Así tardaremos hasta casi las diez de la noche, en que se irá de repente el encanto que la noche marca en los villorrios de la selva y en nuestros ojos, en nuestros cerebros y en nuestros corazones… ¡la eternidad!

II
En llegando nomás encontré mi premio mayor: ver, tocar y hasta leer —recostado en el pastito de la plaza de armas— varios libros originales del maestro Izquierdo Ríos, algunos de los que yo no había visto jamás, que se exponían a los cuatro vientos en un toldo de la plaza principal del pueblo. Uno de esos libros era El árbol blanco; otro, La tierra del mañana; otro, La tierra de los árboles…
Me sentí tan emocionado que me compré un original y cuatro fotocopias de las obras de Pancho. De yapa me regalaron la copia de un documento publicado en 1988, en Iquitos, con una bibliografía de Francisco Izquierdo Ríos (FIR). Las copias fueron las novelas Belén, Días oscuros, En la tierra de los árboles (novelas) y el ensayo La literatura infantil en el Perú.

III
Otra gran satisfacción de esta visita dedicada a Pancho fue encontrarme con mi amigo Darío Vásquez Saldaña —escritor natural de Piscuyacu, pueblo vecino a Saposoa— quien, sin dejar de reír a mandíbula batiente, me llevó a cierto sector de extramuros denominado La muyuna, donde me mostró, con pelos y señales, aquel cuerno líquido —ahora ya detenido en el tiempo por la literatura— que forma el río Huallaga en un sitio donde él casi se ahoga de muchacho, en un instante de la vida en que su fiel caballo, el Cholo, le demostró que para ser solidarios o salvar vidas amadas no se necesita más que tener el corazón lleno de cariño. Y aquel caballo lo tenía…
Otros amigos que salvan el viaje, además del cálido aliento del mismo FIR, de Vladimiro Izquierdo y de Darío, son Benin Rengifo Paredes, Roldán y Marlon del Águila, Ana María Guerrero. Con ellos compartimos un café “de olla” en casa de una vecina del jirón Chorrillos, a dos o tres cuadras de la plaza principal de Saposoa, cuando las luciérnagas se paseaban tranquilamente por las calles de la ciudad.
Un día más tarde llegaría Raúl del Águila Rojas, que también viene en esta ocasión en su personal peregrinaje de amistad personal, por el escritor sanmartinense.

IV
La vida me regala compartir de nuevo momentos muy gratos con Vladimiro Izquierdo Huamán, reflexivo artista plástico y nieto directo de FIR. Conversamos como viejos amigos. Lo noto delgado, medio nervioso, con el perfil demasiado anguloso y la piel descolorida…
Vladimiro me muestra muchas fotos familiares de FIR en dos álbumes que porta consigo. Me regala un libro de su ilustre abuelo, editado en versión de lujo en España por la editorial Siruela. Me lo entrega dedicado. Un día después me regaló la fotocopia de un dinámico dibujo suyo, en blanco y negro.

V
Finalmente, se acaba el día 27 y avanza la noche. Ha desaparecido Darío y yo me quedo con las ganas de tomarme una cerveza. Tal vez mañana.
Me voy al hospedaje donde me alojé. Está completamente oscuro. El dueño no ha llegado, pero la hija, que ocupa la casa vecina, me abre y me hace pasar con toda confianza, con la misma sencillez con la que me recibió por la tarde, sin haberme conocido antes.

VI
Algunos de los cuentos de FIR que leí por primera vez en la plaza de Saposoa me han conmovido. En memoria de aquel valioso testimonio del más fiel escritor de la selva escribiré una breve historia que escuché no hace mucho en una comunidad awajún del Alto Mayo.

La luciérnaga y la nutria

Para FIR, in memoriam

En el mes de agosto, en los caseríos de San Martín, desde la densa oscuridad de la noche aparecen unas enormes luciérnagas de tres “focos” bien diferenciados: dos, muy encendidos, verde amarillentos y circulares, en un extremo de la cabeza, y el tercero mayor pero más opaco, casi anaranjado, debajo del abdomen. Algunos dicen que estos animalejos no son luciérnagas porque su luz es permanente y no intermitente como el de las luciérnagas comunes. Por eso las llaman “ayañahuis” (ojos de difunto), “cocuyos” o “carritos”, para diferenciarlas de las otras.
Con el caer de la noche, estos curiosos animalitos sobrevuelan silenciosamente los tambos de hoja de palma, poco a poco cruzan el umbral y se acercan a las alcuzas, las velas o las tuchpas (fuego del hogar) de la cocina, donde se afanan las mujeres y las hijas con el plátano asado, el rumo pango o el pescado. Más luego, cuando el padre y los niños se acercan a merendar, ya las luciérnagas han dejado de volar y caminan por todas direcciones alumbrando dobles caminitos de nítida luz dentro de la choza, por debajo de las hojas del techo, sobre los muebles, por entre la leña, etc.
Dice la madre: —¡Ya han llegado las luciérnagas para llevarle un poco de luz a la nutria! …Pero no podrán hacerlo. Ya lo verán.— Y narra para todos, sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular, esta singular historia: “La ágil y curiosa nutria codicia el fuego de los hombres y quiere, como ellos, utilizarlo para asar los pescados que ha chapado. Levanta la cabeza, estira el alargado cuello, y, a través del follaje, mira con atención cuándo ya va a empezar a brillar la tuchpa del hombre. Lo hace una y otra vez. Poco después, el olfato se lo confirma: la mujer ya ha prendido su candela y se dispone a preparar la merienda. Entonces se sumerge al instante, se va al bosque y llama a la luciérnaga de tres luces, y le ordena: —¡Vuela rapidito y tráeme la candela del hombre para asar mi pescado!
“Entonces la luciérnaga sale volando en busca del fuego de los hombres. Cruza los bosques, los caminos, se acerca a los tambos, le da vueltas una y otra vez, se posa en los extremos de los techos, entra a la cocina, camina por las vigas, gira, circula. Finalmente, se acerca al fuego, toma un poco de candelita en su barriguita y se regresa rápidamente adonde le espera impaciente la nutria, soplando la candelita para evitar que se apague. Lamentablemente, quizá por causa de las brisas vespertinas que nunca faltan en el mes de agosto, por el apuro con que vuela o porque la boca muy grande le impide soplar como es debido, el fuego que lleva se le apaga y tiene que regresar una y otra vez en busca de otro poquito de candela. En ello se pasa toda la tarde, toda la noche, hasta que, cansada de tanto trajinar, se duerme apaciblemente… justo cerquita de las alcuzas, de las velas, o de las tuchpas! Apaga entonces el animalejo sus tres lucecitas y se queda profundamente dormida… hasta podríamos tocarla. Pero los niños, el hombre y la mujer ya han terminado de merendar y pronto van a dormir pues se sienten cansados por los trajines de la chacra y la cosecha. La dejan allí, la buscan al día siguiente, a la hora del desayuno, pero ya no la ven: ha desaparecido.
“Se dice que la nutria, que no llegó a recibir la candela, esperará impaciente el atardecer del nuevo día para volver a enviar a la luciérnaga por fuego, pero ésta de nuevo no lo logrará. Y así se repite la historia.”

VII
La noche del viernes 27 hubo dos eventos en memoria de Pancho: una serenata y una conferencia. La primera fue una verdadera trilla, la consabida chanfaina donde todo el mundo se mete, con lo que sea, al escenario: unas cinco horas perdidas de aburrimiento. Yo asistí a la segunda, que estuvo aceptable, pues pude conocer al doctor Luis Fernando Izquierdo Vásquez, sobrino de Pancho y hermano mayor de Orlando. El señor Izquierdo posee el perfil inconfundible de los de su estirpe, aunque se le nota ya un poco avejentado.

VIII
Hoy, domingo 29, antes de las siete de la mañana, se escucha la música típica de los indios lamistas, con clarinete, por las calles de Saposoa. Es que es el cumpleaños número cien del hijo más ilustre de esta ciudad: Francisco Izquierdo Ríos.
Dicen que FIR celebraba su cumpleaños los 29 de agosto. Nosotros seguiremos este deseo de Pancho. Hoy.

IX
Hubo sorpresas. Fuimos con Raúl a desayunar donde el riojano, residente en Saposoa, señor Víctor Vela Cubas, tiene un cálido hogar que comparte con la señora Olga Espinoza, su esposa. Estuvimos departiendo al compás de unos excelentes zumos de naranja cuando en eso llegó a la casa de Víctor el doctor Luis Izquierdo Vásquez, para desayunar con nosotros. Eso me dio la oportunidad de conversar de cerca con él y decirle que soy amigo de Orlando y que me operé para corregirme la miopía en su clínica de Lima. Ya no tuve opción de pedirle me diera o vendiera un ejemplar del extraordinario libro de cuentos de FIR, volumen I de su obra completa que piensa editar la editorial de la universidad de San Marcos, de Lima, de la cual él es rector. Un libro precioso. Lo vi hoy por la mañana.

X
Párrafo aparte merece un sitio de ensueño: la quebrada Shima, afluente del río Sapo, que se encuentra a unos diez km de Saposoa y que casi todos los participantes en el centenario de FIR visitaron, por su fácil acceso y sobre todo por el extraordinario lugar, un sitio por donde podemos estar bajo la sombra de muchos grandes árboles, arrullados y refrescados por la presencia cantarina de la quebrada, que ostenta en su lecho piedras medianas, grandes y, por sectores, enormes. Si se sigue el curso, dicen que se da con unas caídas de agua que deben ser la delicia del gusto más exigente.
Este momento me encuentro en Shima. Los árboles temperan muy bien el calor solar y el ambiente se vuelve fresco, de tal modo que las once de la mañana o las tres de la tarde parece que fueran las seis o seis y media de la tarde. La voz de la quebrada es permanente, arrulladora. Hay mujeres jóvenes y viejas, niños y niñas que retozan en medio de las aguas, generalmente sentadas sobre las piedras, algunas de ellas con lomos más o menos planos, como para sentarse por horas.
Delante de mí hay un trío de aves de colores que vuelan entre las oscuras copas de los árboles. Otro trío retoza a la orilla del Shima: son dos mujeres que tienen hermosas guedejas oscuras, una de ellas es joven y luce unas piernas cobrizas bien contorneadas, largas, sobre las que sostiene con extrema delicadeza a un pequeñín blanco como la leche; la segunda parece ser la abuela de la mujer joven. Ésta se sumerge y se baña, mientras la madre se jabona los miembros alargados y morenos, rectos y brillantes. Los cabellos de ambas son espesos, largos y negrísimos.


XI
Más tarde iré a casa de Víctor a recoger naranjas que me regalará para llevar a Rioja.
Ya estoy pensando en despedirme. Los amables ancianos, dueños del hospedaje donde me quedé, no me cobraron más que diez soles por los tres días. Por ellos, por FIR, por el bagrecico, por el silencio y las luciérnagas, me dan ganas de volver, de regresar, de quedarme en Saposoa.
Don Juan Rengifo, mi anfitrión, está muy acabado; vive resentido por una vida que se le escapa de las manos y que no le deja “hacer nada” por causa de problemas cardiacos. Pobre hombre. No aprendió a convenir con que la vida la tenemos todos prestada y que “si has cumplido con tu deber, morir no constituye ningún problema” (Trotski).

XI
El homenaje que le rindió Saposoa a su hijo más ilustre estuvo aceptable. Pienso que tuvo sus momentos culminantes, esto es, aquellos que hubieran gustado al escritor si los hubiera visto o escuchado, como el desfile de comparsas del día viernes 27, donde los escolares de Saposoa representaron, por aulas, muchos de los libros y los cuentos de FIR. En ese desfile hubo un joven engalanado por una máscara entera, casi perfecta, que imitaba la cabeza y el rostro del escritor. Era impresionante y todos los que estuvimos presentes, tuvimos la sensación de que el mismo escritor estaba allí, con todos nosotros.
Otro de los momentos importantes fue la exposición de originales de FIR; el primer volumen de sus obras completas, de 600 páginas, con todos los cuentos de FIR, editados por la universidad de San Marcos, y, por supuesto, la presencia, de los familiares de FIR, personas de excelente trato, muy generosas y cultas, a quienes siempre es una alegría encontrar, en cualquier recodo de la vida. Ya los mencioné: una hija, un nieto, una nieta (la pintora Fanny Palacios Izquierdo), un sobrino…

XII
Alejarse de un lugar tranquilo y apacible para entrar en el tráfago del ruido y las velocidades siempre constituye, para mí, “morir un poco”. Pero por ahora no hay nada más que hacer. Y nos despedimos de mis ancianos anfitriones: René y Juan. Y nos vamos. Y nos fuimos.

Saposoa, 29 de agosto de 2010

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